
La conquista de América convirtió a ciudades como Sevilla y Cádiz en la puerta al nuevo continente, en un foco de riqueza emergente, de comercio y de transacciones de todo tipo. El Norte de la Península, por contra, padecía una crisis de susbsistencia global, sobre todo en el medio rural. No había salidas y sus gentes no tenían nada que perder lanzándose al éxodo. Las fuentes de la época hablan incluso «de hordas de gentes sin camisa yendo para el sur», comenta Aramburu, aunque matiza que «quizá sean exageradas». Hasta la construcción del ferrocarril, el viaje se realizaba a pie durante semanas. Se estima que entre el 10 y el 15% de la población de las Asturias de Santillana emigró en la Edad Moderna, una cifra altísima.
En el destino, en Andalucía, se necesitaba mano de obra y los inmigrantes del norte eran bien valorados. Al principio «iban analfabetos. Luego les avisaban que era necesario que supiesen leer, escribir y de números. Ganaron peso entonces las escuelas de comercio y la emigración empezó a ser más estructura», indican los autores.
Efecto llamada
A finales del siglo XVIII, y a raíz del éxito social y económico de algunos emigrantes, se produjo un «efecto llamada». Los que habían triunfado eran un ejemplo a imitar y estos, a su vez, preferían a una persona de su pueblo para el servicio doméstico, por ejemplo. Se tejieron, lo que el catedrático de Historia del Arte de la Universidad de Cantabria, Miguel Ángel Aramburu-Zabala, y la historiadora Consuelo Soldevilla denominan, «cadenas», unos propiciaban la llegada de otros conocidos o familiares, al tiempo que se afianzaba la especialización comercial de los montañeses. Por un lado, al frente de tiendas de ultramarinos; por otro, «en las denominadas «tiendas de montañés», que eran lo que entendemos como bodegas-bares, lugares en lo que se desarrolló el flamenco», destaca Aramburu.
A esta actividad de comercio minorista hay que sumar otra paralela en las bodegas. Los montañeses entraban a trabajar en ellas, algunos como capataces, y pronto fueron valorados porque tenían buen gusto para catar el vino. Con el paso del tiempo, acabaron quedándose con algunas bodegas en las zonas de Jerez, Chiclana, Puerto de Santa María, donde todavía hay testimonios destacados del papel que allí jugaron los montañeses.
No faltan ejemplos de paisanos que compraron fincas y dispusieron de su propia ganadería.
El regreso
Las intenciones iniciales del emigrante pasaban por una estancia corta, lo imprescindible para hacer dinero y regresar a casa, al pueblo, donde poder poner un negocio. La mayoría no contemplaba una emigración permanente, que, sin embargo, sí se rubricó en muchos casos, sobre todo cuando acompañaba el éxito o se formaba una familia en el destino.
Entre tanto, los jándalos que regresaban orgullosos a su tierra lo hacían en verano, generalmente por el día de San Juan. Antes de la implantación del ferrocarril, la escena costumbrista los retrataban a lomos de un caballo, elegantemente vestidos, con faja, al estilo andaluz y «ceceando». También se dieron casos de quienes, tras volver con la intención de cerrar una etapa en su vida, se gastaron rápido la fortuna, lo que les obligó a hacer de nuevo las maletas camino del Sur.
No fue hasta mitad del siglo XIX cuando surgió el término «jándalo», una acepción fonética que identifica al montañés «andaluz» y que imita la forma de pronunciar la palabra por los nativos de esa zona. Lo emplearon fundamentalmente los escritores costumbristas, muchos de los cuales no ocultaron sus críticas a la figura del jándalo.
Uno de ellos fue José María de Pereda. Los autores de este trabajo interpretan y descodifican al autor de «Blasones y Talegas»: «Fue muy crítico tanto con indianos como con los jándalos, a pesar de tener parientes entre ambos colectivos. Aunque le invitaron y le pasearon por Andalucía para que conociese aquella realidad, nunca cambió su postura respecto a los jándalos; con los indianos, al final de su vida tuvo una visión más positiva… Pereda casi no inventa nada, se mantiene en unos tópicos heredados y en la tradición. Se visualiza al jándalo como un «nuevo rico», que llega con su dinero y que altera el orden social establecido. En realidad es una reacción ultraconservadora, pero que hay que interpretarla en su contexto, en la segunda mitad del siglo XIX. Luego, otros autores como Gerardo Diego tuvieron una visión más amable de los jándalos».
Conciencia de grupo
Algo que los jándalos desarrollaron los siglos XIX y XX fue la conciencia de grupo, hasta el punto de convertirse en sus respectivas zonas en grupos de presión influyentes, incluso a nivel político. «Estaban bien organizados, en gremios o hermandades. La distancia les empujaba a unirse», comentan los autores de esta prolija investigación con más de 400 páginas. Con la creación de los partidos políticos en el siglo XIX, estos buscaron su apoyo, lo que se plasmó en que numerosos montañeses promocionasen al cargo de concejal o de alcalde. Llegaron incluso a tener mayorías y la reminiscencia de aquella situación es la alcaldesa de Cádiz desde 1995, Teófila Martínez.
Elementos aglutinadores de esta fortaleza en el tejido social andaluz son los centros montañeses o casas de Cantabria, puntos de encuentro entre paisanos y en los que no faltan las conversaciones de negocios.
La conciencia de grupo no entorpece la integración en lo más profundo de la sociedad andaluza: «Se hacen más andaluces que nadie, construyen palacios neoárabes y se integran incluso en instituciones como los hermanos de Jesús del Gran Poder o de la Macarena, en Sevilla», ilustran Miguel Ángel y Consuelo.
Arte
Los vínculos de Cantabria y Andalucía también se ponen de manifiesto en la faceta artística. A medida que las fortunas de los jándalos se incrementan, se impulsa la construcción de edificios tanto en las poblaciones andaluzas como en los pueblos de origen. «Muchos de los grandes palacios del centro de Sevilla son de montañeses. Jerez es muy montañés, pero también tenemos buenos ejemplos en otras localidades de la zona, desde Utrera al Puerto de Santa María», comenta Aramburu. Se trata de construcciones de todo tipo, desde bodegas a edificios religiosos, obras públicas o cortijos. También en el urbanismo hay huellas, como en el nombre de calles o avenidas, que recuerdan a la toponimia de Cantabria.
Los dos hitos más recientes de construcciones de cántabros en Andalucía, y también reflejadas en el libro, son el mercado de Cádiz, obra de Carlos de Riaño, y el puente de la Barqueta para la Expo Universal de Sevilla, diseñado por Juan José Arenas.
En la dirección contraria también llegan capitales desde el Sur para levantar edificios en Cantabria. Un buen ejemplo puede encontrarse en el complejo religioso de Cóbreces, donde varios bodegueros respaldaron las obras.
Jándalos ilustres
Desde Francisco Pacheco, maestro de Velázquez y descendiente de montañés, hasta el padre del expresidente del Gobierno Felipe González, tratante de ganado originario de Rasines, han sido muchos los montañeses que han escrito páginas de una historia común y entrelazada.
Aramburu-Zabala y Soldevilla hacen referencia a los marqueses de Comillas, a quienes se levantaron sendos monumentos en Cádiz. Una parte de sus inversiones se canalizaron en esta región, donde tuvieron familiares. En Utrera fue decisivo el papel de Clemente de la Cuadra y en Sevilla la antigua Casa de la Moneda, antigua fábrica de Artillería, fue comprada por un montañés, Lavín y Marañón, que había estado en América y urbanizó y dio nombre a todas las calles de la zona.
Tomado de El Diario Montañés